No es una obligación cuidar a tus padres en la vejez, es un acto de amor.
“Algunas veces, cuando no hablé con nadie durante dos o tres días, voy a comprar pan, sólo para hablar unas palabras con la panadera. Los días son largos estando sola”.
Margarita tiene 84 años y tiene hijos atentos, pero viven lejos y la soledad se hace sentir. Este es uno de los principales flagelos de nuestros adultos mayores.
Pueden recibir la compañía de vecinos o amigos, pero nada reemplaza la visita o la presencia de los hijos.
Los griegos fueron los grandes precursores del análisis de los hechos de la vida y entre ellos encontramos a filósofos extraordinarios como Pitágoras de quien hoy quiero extraer esta frase sublime: “Una bella ancianidad es la recompensa de una bella vida.”
Brindar a nuestros padres esa “bella ancianidad” cuando llegan a viejos, es un deber, pero también es un acto de amor en el que devolvemos todo lo que hicieron por nosotros.
¿Cuántas veces hemos asistido a escenas tristes en donde vemos a los ancianos maltratados, incluso por los miembros de su propia familia?
Debe ser uno de los niveles más bajos a los que puede llegar un ser humano cuando se desentiende por completo y en todo sentido de una persona anciana de su familia que en muchos casos puede ser su propia madre o padre.
La restitución del amor.
Una ley lógica y natural de la vida que muchas veces no necesita explicaciones nos hace saber que nuestros padres se irán antes que nosotros de este mundo.
Pero algo en lo que a veces no pensamos es que existe la posibilidad de que las circunstancias en las que ellos lleguen a la vejez pueden obligarnos a ser incluso padres de nuestros padres.
“Veo a mi madre encorvada, sentada es su sillón, mirando hacia afuera, con la mirada perdida, despeinada… y no se parece en nada a esa mujer fuerte y activa que se ocupada de todo y de todos.
Siempre estaba ahí cuando las cosas andaban mal, pero nosotros sentíamos su fuerza y su entereza y eso nos brindaba seguridad.
Hoy, tenemos que hacer todo por ella. Las compras, la limpieza, controlar que tome sus medicamentos, bañarla… y en cada acto, cuidar de no herir su dignidad”, cuenta María Luisa.
Sí, ella también se volvió madre de su madre.
Suena extraño, ¿verdad? Claro que sí. Porque cuando el deterioro de nuestros padres producto de alguna enfermedad o de la propia vejez nos obligue a estar pendientes de ellos, hará que poco a poco nos vayamos convirtiendo en padres de nuestros padres.
Estamos en esa edad en la que todavía criamos adolescentes, trabajamos o ayudamos a una hija con su bebé. Hacemos de todo y, sin embargo, sentimos que no hacemos nada. O que no alcanza.
El precio de tenerlos.
No queremos esta imagen de nuestros padres. Nos duele que ya no puedan valerse por sí mismos, pero… ese es el precio de tenerlos.
Devolverles el amor y los cuidados que nos brindaron durante gran parte de nuestras vidas, es también una satisfacción para nosotros mismos como hijos.
Nuestros viejitos queridos se merecen toda nuestra dedicación y paciencia. Todo nuestro cariño y comprensión. Y, además, porque también lo necesitan. Ellos necesitan saber que todos estamos a su alrededor y que los valoramos hasta el infinito.
Todo esto puede ser agotador, lo sabemos.
Disfrutemos de sus momentos, porque ya no les quedan muchos. Pensemos en que se merecen “una bella ancianidad”, como dijo Pitágoras, tan sólo por el hecho de haber hecho bella nuestra propia vida.
Seamos parte activa de ese acto de amor inmenso que es, cuidar de nuestros padres en la vejez.